
En el Estado de México parece que el verdadero timón del transporte público no lo lleva la Secretaría de Movilidad, sino el pulpo camionero. Cada vez que este gremio poderoso —y opaco— quiere un aumento al pasaje, las negociaciones parecen inclinarse siempre a su favor, sin que la voz de los usuarios pese en la balanza. La pregunta es inevitable: ¿quién gobierna realmente la movilidad en la entidad?
La presunción de que los transportistas han “doblado” al gobierno no es gratuita. La historia reciente muestra que, a pesar del rechazo ciudadano, los incrementos al pasaje se han autorizado con argumentos técnicos que rara vez se reflejan en mejoras sustanciales del servicio. Y hoy, de nuevo, el escenario es el mismo: presión empresarial, silencio oficial y una ciudadanía que observa cómo su bolsillo se convierte en moneda de cambio.
Este posible aumento no solo golpea al trabajador que todos los días se traslada a su empleo, sino que tiene un efecto multiplicador en los gastos familiares. Pensemos en las madres y padres que envían a sus hijos a la escuela en transporte público: cada peso adicional por pasaje se convierte en decenas de pesos más al final de la semana, sin que eso signifique unidades seguras, limpias o puntuales. En otras palabras: pagar más por lo mismo o, peor aún, por menos.
Y si hablamos del impacto ambiental, el panorama es igual de desalentador. Muchas unidades son verdaderas chimeneas rodantes: camiones que expulsan nubes negras de humo, contaminando el aire y contribuyendo a problemas de salud respiratoria, especialmente en zonas urbanas ya de por sí saturadas. La falta de mantenimiento no solo es un riesgo para la seguridad vial, sino también una agresión diaria al medio ambiente. Un transporte público moderno debería apostar por tecnologías más limpias y eficientes, no por vehículos que parecen diseñados para la era industrial.
En un gobierno que se dice de la Cuarta Transformación, cualquier medida que afecte directamente al pueblo debería estar justificada con hechos, no con promesas. Y hasta ahora, no hay evidencia de que el transporte público mexiquense esté listo para un aumento. Las unidades siguen siendo viejas y peligrosas, la inseguridad es una amenaza constante, la contaminación es alarmante y el trato al usuario rara vez es digno. Bajo estas condiciones, autorizar un alza sería no solo una medida impopular, sino un acto contrario al discurso social y ambiental de la 4T.
Lo sensato —y políticamente correcto— sería detener cualquier discusión sobre incrementos hasta que se implementen mejoras tangibles y medibles: renovación de unidades con tecnologías menos contaminantes, capacitación y profesionalización de choferes, protocolos de seguridad para prevenir robos y un sistema de supervisión real que sancione abusos. Cualquier otra ruta es ceder a los intereses de un gremio que, históricamente, ha sabido presionar mejor que cualquier sindicato.
El transporte público es un servicio esencial, y como tal debe ser regulado pensando en el bienestar colectivo, no en los intereses de quienes lo monopolizan. Si el gobierno del Estado de México quiere demostrar que gobierna para la gente, este es el momento de poner freno al pulpo camionero y escuchar lo que la sociedad lleva años diciendo: primero mejoren el servicio —y el aire que respiramos—… y después hablamos de tarifas.