REGLAMENTO DE TRÁNSITO: ¿ORDEN O NEGOCIO SOBRE RUEDAS?

Por Efrén San Juan Sexto

En el Estado de México ha entrado en vigor un nuevo reglamento de tránsito que, en el discurso oficial, promete poner orden donde reinaba el caos vial. La intención suena loable, casi heroica: salvar vidas, reducir accidentes y civilizar la jungla de asfalto. Sin embargo, en la realidad cotidiana del automovilista, la pregunta no tarda en surgir: ¿se trata de un verdadero esfuerzo por mejorar la movilidad o de un sofisticado mecanismo para engrosar las arcas públicas y aceitar la ya tan engrasada maquinaria de la corrupción?

Porque seamos honestos: en una entidad donde el agente de tránsito ha sido históricamente visto más como cobrador ambulante que como autoridad vial, pretender que un reglamento más severo será sinónimo automático de orden resulta, cuando menos, ingenuo. O cínico. Depende del cristal con que se mire.

Multas, infracciones más estrictas y operativos más frecuentes parecen apuntar a una lógica recaudatoria disfrazada de civismo. El mensaje implícito es claro: «si no aprendes, pagas… y si pagas en efectivo, quizá aprendemos todos a mirar hacia otro lado». La mordida no desaparece con decretos; solo se profesionaliza con nuevas tarifas.

El problema de fondo no es la ausencia de normas. México no carece de leyes, carece de una cultura de respeto a ellas. Se puede actualizar el reglamento cada seis meses si se quiere, pero mientras no exista una estrategia real de educación vial, sensibilización social y formación cívica desde la infancia, lo único que cambiará será el monto de la infracción y la creatividad del infractor.

¿Qué sentido tiene imponer sanciones severas a los motociclistas si nadie se toma la molestia de explicar por qué salva vidas? ¿O multar por invadir carriles exclusivos cuando el propio transporte público los convierte en estacionamiento improvisado? La autoridad exige disciplina, pero no predica con el ejemplo. Y sin ejemplo, no hay pedagogía que valga.

El Estado no puede seguir confundiendo autoridad con intimidación. Gobernar no es cazar automovilistas, es formar ciudadanos. La educación vial debería ser parte del currículo escolar, de campañas permanentes en medios, de programas comunitarios reales y de una política pública sostenida, no de operativos espectaculares que aparecen más en fin de quincena que en horarios de alta siniestralidad.

Regular sin educar es solo castigar sin transformar. Es cobrar sin civilizar. Es multar sin construir conciencia.

Si el objetivo genuino fuera salvar vidas, el énfasis estaría en la prevención, no en la sanción. En la formación, no en la recaudación. En la corresponsabilidad social, no en el temor al silbato y la libreta.

Hoy el nuevo reglamento de tránsito camina sobre una línea peligrosa: la delgada frontera entre el orden y el negocio. Y mientras no exista una apuesta seria por la educación vial y la conciencia colectiva, seguirá siendo visto no como una herramienta de convivencia, sino como otro peaje más en la larga autopista de la corrupción y la desconfianza ciudadana.

Porque para poner orden no se necesita más castigo, sino más conciencia. Y esa, lamentablemente, no se compra con multas… aunque algunos insistan en intentarlo.

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